7 abr 2022

Huesos

 30. El taller


A menudo, al volver del colegio, iba directamente al taller de costura a ver a mi madre y pasar un rato. Siempre, entre los ruidos de las máquinas de coser, sonaba de fondo radio olé. Los grandes éxitos de Conchita Piquer, Rocío Dúrcal o Manolo Escobar se sucedían sin descanso entre el humo del tabaco.

En las tardes en que el trabajo escaseaba, las mujeres me pedían que les cantara algo. Apagaban la radio, me subían a una pequeña mesita auxiliar y yo interpretaba "El lagarto está llorando"  o "La Tarara" de Federico García Lorca. En aquel entonces yo no era capaz de pronunciar las erres, con lo que siempre cantaba `lagadto´ o `Tadada´, provocando las risas de mi auditorio. Para compensar, siempre me daban alguna perra chica (alguna pequeña moneda, para que me entiendas).

También recuerdo que la mayoría de las mujeres que trabajaban en el taller fumaban Ducados. Cuando alguna acababa la cajetilla, yo era la que iba con las ciento veinte pesetas que costaba a comprar un nuevo paquete en el bar de la esquina. Una vez hechos los recados, mi madre me mandaba a casa. Al llegar, mi abuela siempre me decía que apestaba a tabaco y echaba toda mi ropa a lavar.



31. Huesos


Mi barrio estaba en construcción. Parcelas de campo verde se volvían apagado cemento gris, y esqueletos enormes de nuevos edificios crecían de una semana a otra. A falta de campo, los niños del barrio solíamos jugar en esos esqueletos a medio hacer. El acceso era sencillo, ni siquiera estaban vallados. También la seguridad estaba por construir.




Nosotros corríamos entre las habitaciones toscas y desnudas, persiguiéndonos. Una tarde cualquiera sucedió. El vecino del quinto, que tendría unos diez años, desapareció por las fauces abiertas del hueco para el ascensor. Cayó a plomo desde la séptima planta del famélico esqueleto. Desde ese día, pusieron una ridícula cinta de plástico rojo que prohibía el paso. Mi madre nos impidió tajantemente volver. Era una orden perentoria que cumplimos a rajatabla. Pero siempre que al atardecer pasaba por delante de alguno de ellos y veía de nuevo a los niños jugar allí, como si nada hubiera pasado, un miedo gélido me agarrotaba el estómago. Apenas somos recuerdo.