29 mar 2024

Doré

34. Pocas veces me contaron cosas sobre los comienzos. Nunca parecía haber tiempo para recordar el pasado, ya lo sabes. Cierro los ojos y me llegan retazos de ideas, imágenes en blanco y negro que huelen ya seniles, añosas y cansadas. 
El cine Doré es una de ellas. 


Cine Doré (imagen de internet)


Mi padre de niño, en los sesenta, tuvo que vivir con su abuela, en la plaza de Santa Ana, por lo que el cine Doré le quedaba muy cerca de su casa. Una vez pagabas la entrada (costaba una peseta en aquel entonces) ya tenías libertad de entrar a cualquier sala e ir hilvanando película tras película sin fin. Le llamaban el palacio de las pipas. Treinta años más tarde, en los noventa, cuando todavía no conocía esta historia, yo pasaba las tardes de los veranos de la misma manera. Es curioso como se hilvanan los destinos. Nada me parecía mejor que empezar la tarde de los viernes lluviosos y fríos en algún café de Lavapiés, desplegar la carta inmensa del cine Doré y comprobar que había un ciclo dedicado a Buñuel, Bergman, Welles o Godart. Entrabas a las cinco o las seis de la tarde, veías un par de películas y salías con la sensación de que el mundo era finito, ceñido apenas a los metros que ocupaba una sala de cine. En los meses de verano habían habilitado en el jardín interior de los Doré un cine de verano. Tomabas una silla plegable de incómoda madera del montón y te sentabas en un ritual solo para iniciados a esperar que la pantalla te hiciera olvidar que estabas en medio de la ciudad. Coleccionaba las entradas, coleccionaba las hojas de la programación y siempre que había algún cumpleaños podías encontrar algún libro interesante en un pequeño cuartucho que hacía las veces de tienda de cine para despistados y obsesivos del séptimo arte. Tengo un recuerdo vívido de esas tardes. Me sentía peculiar e interesante, ya ves, tratando de desentrañar la partida de ajedrez entre la muerte y Antonius o riendo con la secuencia de la última cena en Viridiana. El mundo se me quedaba pequeño, como a cualquier adolescente curioso. 

Me pregunto si dentro de diez años descubrirás el Doré, como lo descubrió tu abuelo, tu padre o yo, cada uno braceando dentro de su propio relato, buscando el sentido del guion que nos ha tocado, de esta ficción en la que nos movemos.













El Salón Doré, en la calle Santa Isabel 3, fue la primera sala en proyectar una película en España y lo hizo a finales de 1912. Tuvo planta baja, dos pisos de altura con palcos, jardín interior y saloncito para fumadores.